Será Abrahán el primer testimonio que encontramos de ese «aquí estoy». Un sí que le llevó a entregarse por completo al Señor, hasta ser capaz de sacrificar a su propio hijo.
Podríamos hablar de Moisés, que no tiene miedo de acercarse a la zarza ardiente para encontrarse con el Señor.
O del pequeño Samuel, un niño que por tres veces es llamado y que necesita la ayuda de su maestro para reconocer que el que lo llama es el Señor. Y para, en la tercera vez, responder: «Habla, Señor, que tu siervo escucha» (1Samuel 3). Y no nos podemos olvidar, antes de dejar el Antiguo Testamento, del profeta Isaías, el gran anunciador del nacimiento del Mesías.
Y podríamos seguir citando más ejemplos, pero vamos a dar un salto y vamos a fijarnos ahora en el gran ¡sí! que marcó un antes y un después en nuestra fe: me refiero al pronunciado por María: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lucas 1, 38). Ese sí, que abrió las puertas a la venida del Mesías entre nosotros, por el cual, todas las promesas del Señor se iban a cumplir.
Y a partir de ese sí de María, siguieron el sí de los apóstoles, que «dejándolo todo le siguieron» (Lucas 5, 11) y de tantos otros, que han dicho sí a la llamada de Dios, a difundir la buena noticia de la salvación hasta los confines del mundo.