Este año los Reyes Magos me dejaron el libro de José Tolentino Mendonça titulado «El pequeño camino de las grandes preguntas».

En él leo: «Hay un momento en el que comprendemos que las preguntas nos acercan más al sentido, a la apertura del sentido, que las respuestas. Las respuestas son útiles, sí, las necesitamos para seguir viviendo, pero la vida transforma esas respuestas en preguntas.»

P. Domingo celebrando la Eucaristía en la Parroquia Sant Pere Nolasc de Barcelona

Desde la respuesta de cincuenta años de Profesión Religiosa me pregunto ¿por qué soy religioso? ¿Por qué mercedario? ¿Cómo, cuándo, de qué modo sentí que Dios me llamaba a esta vida? Y no sé dar una respuesta concreta.

Leo algunos testimonios de particulares «caídas por tierra», como la de san Pablo, momentos claves en los que su vida dio un giro de ciento ochenta grados, que señalan como la toma de conciencia, de forma clara, que Dios les llamaba a otro modo de vivir.

No ha sido mi caso.

No he sentido en la noche, como Samuel, la voz de Dios. No he visto pasar a mi lado a Jesús de Nazaret invitándome a su seguimiento. Y, sin embargo, creo que, de forma sutil, ambas cosas han sucedido. «Con lazos de ternura, con cuerdas de amor, los atraje hacia mí» (Os 11,4)

Nacido en una familia con varias generaciones de sacerdotes en su haber, no sólo no era extraño, sino que se acogía con agrado que alguno de los hijos quisiera «ir pal convento».

¿De qué medios se sirvió el Señor para llamarme? De vez en cuando venía a casa un tío sacerdote: el P. Jesús Lorenzo. Por aquel entonces estaba de misionero en Brasil. Cuando venía al pueblo nos contaba sus «aventuras» en la misión… ¡qué alegría desprendía su persona! Algo en mi interior me decía que quería ser como él. Y me animaba a «ir al seminario». Pero no terminaba de decidirme.

El empujón definitivo lo dio mi hermano Juan. Lo conocí en persona cuando vino para «cantar la primera misa». Su hábito blanco, su amabilidad para con todos, su carácter alegre, el entusiasmo con que hablaba del Seminario Mercedario de Reus terminaron por convencerme.

Acompañado de Fr. Antonio Estevan, religioso mercedario de mi pueblo, «crucé los montes y me vine al mar» (como dice la canción de Serrat). De un pueblecito de Zamora a la populosa ciudad de Reus.

Pasados los primeros días en los que la nostalgia de la familia se sentía fuerte, muy pronto el buen ambiente en el seminario hizo que me fuera encontrando cada vez mejor. El ritmo de clases, tiempos de juego, momentos diarios de oración, horas compartidas con un centenar de chicos con poca diferencia de edad y unos religiosos alegres, comprometidos, amables… hicieron que en el seminario encontrara una auténtica familia y que me sintiera «en casa». Creo que esos eran «lazos de amor» de los que el Señor se servía para seguir diciéndome «sígueme».

Con ese convencimiento interior de la llamada del Señor comencé con ilusión el noviciado, en el Convento de El Olivar. Un año de experiencia de vida comunitaria, oración personal (de esa época viene la costumbre nunca dejada del rosario diario y la visita al santísimo antes de acabar la jornada), oración litúrgica, trabajo manual, profundización en el carisma y espiritualidad de la Orden de la Merced, que me condujo a la Primera Profesión. Consagración a Dios con los votos religiosos por un año, como así lo indicaba la legislación de la Iglesia, aunque en el fondo del corazón le decía a Dios que mi deseo era consagrarme a Él para siempre.

Terminado el noviciado comencé en el Monasterio de El Puig de Santa María un largo periodo, seis años, de estudios filosóficos y teológicos. Junto a la formación académica fui adquiriendo hábitos de oración, personal y comunitaria. Experiencias pastorales en la parroquia iban templando mi espíritu e ilusionándome con el convencimiento de que Dios me quería sacerdote. En la propia comunidad veía el ejemplo de religiosos entusiastas, entregados, atentos a niños, jóvenes y mayores. Sus caras reflejaban la alegría de ser «otros cristos» … y encendían en mí el deseo de ser como ellos.

Viví con alegría los ministerios de Acólito, Lector, la Profesión Solemne y el Diaconado (un curso de práctica pastoral muy gratificante en el Seminario Mercedario de Reus) y la Ordenación sacerdotal. En el recordatorio de ordenación puse la frase de Isaías: «Aquí estoy, Señor. ¡Envíame!»

En lo profundo de mi corazón había como sentido la pregunta ¿A quien enviaré? ¿Quién irá por mí? (cf Is 6, 8).

La Ordenación Sacerdotal no es la meta vocacional, es simplemente un cambio de etapa. Ahora se trata de ir respondiendo a Dios en comunidades y ministerios concretos, a petición del Provincial de turno. En mi ya larga vida de religioso mercedario he tenido la suerte de trabajar en misiones, formación, cárceles, parroquias, en lugares tan diferentes como El Puig, San Bernardino (Caracas), Barcelona, Daroca, Castellón. Contento de seguir diciéndole a Dios: «aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad».

P. Domingo con su actual Comunidad en Barcelona.

Expresado así este relato de mi vida pareciera que todo ha ido sobre ruedas, que no hayan existido dudas, sinsabores, momentos oscuros, dificultades, tropiezos, errores…y no es verdad. Como muy bien sabemos no todo es blanco o negro, sino que hay gran variedad de matices.

Teniendo eso presente, sí puedo decir que en mi vida ha habido y sigue habiendo muchos más momentos buenos que malos. Cierto es que a veces cuesta aceptar la obediencia, y el «¡aquí estoy; envíame!» se hace difícil de decir, pero al final me doy cuenta de que también en mí se hace realidad lo rezado en el salmo: «Al ir iba llorando llevando la semilla, y al volver vuelve cantando trayendo las gavillas» (Salmo 125,6), pues siempre es más lo que recibo que lo que doy.

La cantimplora, de la que hablaba mi maestro de novicios, P. Primo Abella, he procurado irla llenando con la eucaristía diaria, la oración personal y comunitaria, la oración ante el Santísimo, la devoción a Cristo Redentor, a María de la Merced y a San Pedro Nolasco. Busco y encuentro apoyo en la comunidad, en el apostolado, en la familia… todo eso lo siento como «lazos de ternura, cuerdas de amor, con los que el Señor me sigue atrayendo junto a sí».

Y sigo diciéndole: Aquí estoy, Señor.